Artes marciales para todos: inclusividad, diversidad y accesibilidad en mi entrenamiento

Anna Viesca Sánchez - Lesbiana

A lo largo de mi camino como artista marcial e instructora, he conocido a personas de todas las edades, cuerpos, historias, personalidades y capacidades. Y algo que aprendí muy pronto es que las artes marciales no pertenecen a un tipo de persona: pertenecen a todos.
La verdadera riqueza de este camino está en su capacidad de adaptarse a quien lo necesite, de transformarse según cada alumno, y de ofrecer una vía de crecimiento tanto físico como emocional sin importar de dónde venga cada uno.

Esa ha sido una de mis mayores misiones desde que empecé a enseñar: construir un espacio donde cada persona se sienta bienvenida, vista y respetada.
Un dojo abierto, no solo de puertas, sino de alma.

Con el tiempo, entendí que no todos llegan por las mismas razones. Algunos vienen buscando fuerza, otros estabilidad emocional, otros un refugio, otros un reto, otros una nueva oportunidad, y algunos llegan simplemente con curiosidad. He tenido alumnos tímidos, explosivos, disciplinados, distraídos, fuertes, inseguros, nerviosos, resilientes. Niños, adultos, mujeres, hombres, personas mayores, adolescentes y personas con diferentes necesidades físicas o emocionales.

Mi trabajo no es moldearlos a un estándar rígido. Mi trabajo es adaptar la enseñanza para que cada quien encuentre su propio camino dentro de las artes marciales.

Siempre he creído que el dojo debe ser un espacio libre de juicios, comparaciones y expectativas que limiten. Aquí nadie tiene que “encajar”; aquí cada quien trae su propia historia y su propio ritmo.
Y ese ritmo merece ser escuchado.

Cuando entreno a un grupo diverso, algo hermoso sucede: todos aprenden de todos.
El niño tímido encuentra seguridad al ver a un adulto concentrarse para no perder el equilibrio.
La persona con limitaciones físicas inspira a quienes creen que no pueden.
La mujer que llega con miedo se convierte en ejemplo de fuerza emocional.
Y el alumno más técnico aprende paciencia cuando comparte espacio con principiantes que se frustran.

Las diferencias no separan: enriquecen.

Mis clases son así: un lugar donde la técnica se adapta, donde el parámetro de progreso no es la perfección, sino la presencia; donde celebrar pequeñas victorias es igual de importante que aprender movimientos complejos. Para mí, la accesibilidad significa crear ejercicios que todos puedan realizar, ajustar movimientos según las posibilidades de cada cuerpo y, sobre todo, ofrecer contención emocional cuando se necesita.

He descubierto que la diversidad dentro del entrenamiento hace que las artes marciales cobren su verdadero sentido. No entrenamos para competir entre nosotros. Entrenamos para conocernos, para fortalecernos, para crecer de adentro hacia afuera.

Cuando veo a mis alumnos convivir, ayudarse, aprender unos de otros y respetar el camino individual de cada quien, entiendo que este espacio es más que un lugar para golpear pads o aprender posturas.
Es un lugar de encuentro.
Un lugar donde cada persona puede ser.
Un lugar donde la fuerza se expresa en muchas formas y donde la disciplina no es castigo, sino cuidado.

Mi sueño es que más personas descubran que las artes marciales no son exclusivas de los atléticos, de los experimentados o de los “aptos”.
Las artes marciales son para los sensibles, los indecisos, los que no creen en sí mismos, los que nunca han hecho ejercicio, los que cargan historias difíciles, los que quieren mejorar, los que necesitan apoyo, los que buscan libertad, los que desean sentirse seguros.

Son para todos.
Y mientras siga enseñando, seguiré construyendo espacios donde todos puedan entrenar, crecer y encontrar su fuerza desde el lugar en el que están.