De la disciplina al espectáculo: la fusión de artes marciales y performance en mi trabajo

Desde que inicié mi camino en las artes marciales, entendí que el movimiento tenía un poder que iba más allá de la técnica. Cada golpe, cada giro, cada postura tenía un ritmo interno, una emoción, una historia que podía contarse sin palabras. Con el tiempo, dejé de ver el combate únicamente como una herramienta de defensa o como un entrenamiento, y empecé a verlo también como una forma de expresión.
Ahí fue donde comenzó mi puente entre la disciplina y el espectáculo.

La primera vez que participé en una demostración, descubrí algo que me marcó: el público no veía una secuencia de movimientos; veía intención. Y esa intención podía conmover, sorprender, inspirar. El Kenjutsu, con su sobriedad y precisión, parecía una coreografía silenciosa que viajaba directo a la memoria ancestral del espectador. El Muay Thai, en cambio, tenía una energía visceral, casi eléctrica. El Karate, una estructura limpia. El Kung Fu, una fluidez casi poética.
Cada disciplina tenía un espíritu propio. Y yo quería unirlos.

Comencé a trabajar mi cuerpo como si fuera un instrumento escénico. A pulir no solo la ejecución, sino la narrativa detrás de cada técnica. A crear secuencias que no solo demostraran habilidad, sino que transmitieran emociones reales: fuerza, calma, tensión, liberación, victoria, introspección.
El performance se volvió un aliado inesperado. Me enseñó que la presencia escénica también es una forma de combate interno: te exige atención plena, honestidad corporal y vulnerabilidad.

Cuando estoy sobre un escenario, siento que las artes marciales respiran distinto. Ya no es el sonido seco del impacto en un pad, sino el silencio expectante del público. Ya no es la repetición mecánica del entrenamiento, sino el instante irrepetible de la presentación. Ya no es solo técnica: es arte.
Y cuando el arte entra, todo se transforma.

Me gusta pensar que mis performances son un diálogo entre mis disciplinas y mis emociones. A veces me muevo como si el tiempo fuese lento, como en un kata meditativo. En otras ocasiones, dejo que la fuerza explosiva tome el mando y convierta el espacio en un campo de energía. Pero no importa qué esté haciendo: siempre llevo conmigo la disciplina que aprendí en el tatami. Esa disciplina es mi ancla, mi base, mi raíz.

Muchos creen que la técnica y el espectáculo son mundos opuestos. Yo he aprendido que pueden coexistir de manera hermosa. La técnica te da precisión; el espectáculo te da alma. La disciplina estructura; el performance libera.
Cuando se unen, aparece un lenguaje completamente nuevo.

Hoy, parte de mi trabajo consiste en explorar esa fusión. En mostrarle al público que las artes marciales no son solo golpes y patadas, sino una filosofía que también puede volverse arte visual. Me emociona ver cómo personas que nunca han entrenado se conmueven al ver una demostración, cómo sienten la energía, cómo entienden la historia sin que yo diga una sola palabra.

En el fondo, creo que el escenario y el dojo buscan lo mismo: presencia total.
En uno aprendes a perfeccionar tu técnica; en el otro aprendes a entregarte al momento.
Y yo he encontrado mi camino justo en medio de esos dos mundos.

Porque, al final, mi trabajo es eso: una danza entre la disciplina y la expresión. Una mezcla de rigor y libertad. Una manera de convertir años de entrenamiento en un acto vivo, poderoso y único.
Un espectáculo que no solo se ve… también se siente.