Soy Anna Viesca Sánchez, la instructora mexicana que entrena a agencias de seguridad

Anna Viesca Sánchez entrenando a policías

Cuando cuento que entreno a agencias de seguridad, la gente suele sorprenderse. Muchos esperan que una instructora joven como yo se quede en el ámbito tradicional de academias, talleres o clases recreativas. Pero mi camino dentro de las artes marciales me llevó, casi sin buscarlo, a un entorno completamente distinto: uno donde cada técnica, cada reacción y cada detalle puede significar la vida de alguien.

Todo comenzó cuando algunos grupos se interesaron en mi forma de entender el combate. Mi entrenamiento multidisciplinario —Kenjutsu, Karate, Kung Fu, Tae Kwon Do, Box, Muay Thai— me había dado una visión muy clara sobre cómo funciona el cuerpo bajo estrés, cómo se toma una decisión en fracciones de segundo y cómo la mente puede convertirse en el arma más poderosa o en la más peligrosa.
Esa mezcla de conocimientos llamó la atención de instructores y coordinadores operativos, y pronto estaba recibiendo invitaciones para trabajar con fuerzas de seguridad.

Entrenar a un equipo profesional es otro mundo. No es solo enseñar cómo golpear o cómo bloquear. Es preparar a alguien para momentos en los que no hay tiempo de pensar, en los que la adrenalina domina, en los que la incertidumbre es parte del escenario. Mi enfoque se convirtió en ayudarles a moverse de manera más eficiente, a controlar su respiración cuando todo alrededor parece acelerarse, a leer a una persona antes de que haga un movimiento, a reconocer patrones y a mantener la calma cuando todo lo demás invita al caos.

Lo que más me marcó fue entender que detrás de cada uniforme hay una persona real. No son máquinas. Son padres, madres, hijos, hermanos. Personas que también sienten miedo, que también dudan, que también necesitan un espacio para equivocarse y aprender. Cuando entreno a un agente, siempre pienso en que lo que le enseñe podría ayudarle a volver con su familia. Esa responsabilidad cambia todo.

Mi papel como mujer en este entorno también ha sido significativo. La primera vez que entré a un salón lleno de agentes, lo vi en sus ojos: sorpresa, duda, curiosidad. No los culpo; era algo fuera de lo común. Pero la técnica, la claridad y la precisión terminan hablando por uno. Y cuando el entrenamiento fluye y las habilidades empiezan a pulirse, la percepción cambia. Ya no soy “la instructora joven”; soy la persona que puede aportarles algo útil, real y necesario.

Con el tiempo he entendido que mi labor en estos espacios no solo fortalece a los agentes, sino que abre puertas para que otras mujeres puedan ocupar lugares donde antes no se les veía. Eso me llena de orgullo.
Mi misión es aportar seguridad a quienes tienen la tarea de proteger a otros. Darles herramientas prácticas, efectivas y humanas. Acompañarlos en el proceso de pulir su criterio, su calma y su capacidad de acción. Y saber que, de alguna manera, contribuyo a que su labor sea un poco más segura.

Entrenar a cuerpos de seguridad se ha vuelto una de las facetas más significativas de mi carrera. No porque sea la más impactante externamente, sino porque es la que me recuerda, día tras día, que el conocimiento marcial puede salvar vidas. Y que, cuando se comparte con respeto y compromiso, puede generar un cambio profundo en quienes lo reciben.